lunes, 11 de junio de 2007

VOCES


Daños y perjuicios Rosario Miranda



En mayor o menor medida, todas las vidas contienen sufrimiento, pérdidas, desgracias, infortunio. Vivir es estar expuestos al placer, la alegría y el poder, y también a la impotencia y al daño, al dolor; por eso vivir conlleva una sensación de inseguridad y vulnerabilidad, complementada por un deseo de seguridad y por el sueño de ser invulnerables.

Desde la época histórica que llamamos Modernidad, el sentido, el amparo y el resguardo que la religión o el estoicismo proporcionan al dolor se mantienen en la intimidad del alma de mucha gente, pero nos protegemos de los riesgos de la vida, sobre todo, con sistemas técnicos, jurídicos, médicos o políticos de seguridad.

Desde la Modernidad concebimos el Estado como instrumento para protegernos, en primer lugar de los daños que el hombre causa al hombre. Las teorías del contrato social alzan el Estado contra la guerra civil, como un marco capaz de contener al lobo que el hombre es para el hombre mediante leyes coactivas que castigan el daño a terceros. Quienes contaban cuando se instauró esta ideología eran los propietarios, y la función protectora o aseguradora del Estado se limitaba a garantizar la invulnerabilidad de sus posesiones y privilegios. Después, cuando la idea cristiana de igualdad entre los hombres se secularizó en la Ilustración y adquirió dimensiones políticas y no solo éticas, el Estado fue ampliando paulatinamente sus cometidos en cuanto a seguridad, y conforme se iba extendiendo la ciudadanía a varones no propietarios y a mujeres, el Estado, en Europa, adquirió además la función de amparar la debilidad social garantizando a todos unos mínimos de supervivencia en situaciones desventajosas como el paro, la vejez o la enfermedad.

Mientras este proceso seguía su curso, se produjo un movimiento de péndulo en la mentalidad colectiva respecto a la importancia y relevancia de los derechos y los deberes ciudadanos. Tras milenios en que unos pocos tenían derechos y los más tenían deberes, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano situó los derechos en el primer plano de la vida y las expectativas de la gente, de modo que el discurso que, en boca de todos, ha ido acaparando la vida civil y política es el discurso de los derechos, mientras el discurso de los deberes se obvia o incluso se atrofia.

Paralelamente a estos cambios hubo un gran desarrollo de la ciencia. La ciencia encara los males como eludibles o contrarrestables desde la comprensión de sus causas y el dominio técnico sobre sus efectos. De este modo, y en pro de nuestra seguridad y de minimizar los riesgos a que estamos expuestos, hemos ido añadiendo a las leyes que impiden agredir a terceros detectores de huracanes, diques contra inundaciones, antibióticos contra microbios, píldoras contra tristezas, y hemos desarrollado además un sistema de seguros contra posibles daños que tiende a la hipertrofia. Por otra parte, la victoria de la ciencia y la técnica sobre ciertos males milenarios ha generado una conciencia mítica de nuestro poder real contra el daño. Creemos erróneamente que todo mal es predecible o paliable, que todo mal es controlable mediante la prevención o el remedio.

La conjunción de la primacía de los derechos en la vida cívica, la función protectora del Estado, la proliferación de los seguros y la dimensión mítica que damos a la ciencia ha producido en nuestras sociedades una mutación en el sentido del daño y una ampliación en las leyes que lo contemplan.

Cuando el Estado garantizaba la seguridad ciudadana resguardando de perjuicios causados por terceros, la figura contemplada a este respecto por las leyes era la del responsable del daño: quien hace mal a otro paga por ello con un castigo. La consigna que subyace a esta forma de legislar es “No se puede hacer daño y, si haces daño, serás castigado”. En la lógica del contrato el delito rompe la concordia social, y el castigo no tiene, como venía teniendo, carácter de venganza; su función es restaurar la cohesión ciudadana, quebrada por el autor del daño. Por eso la fórmula que abre los juicios en muchas democracias es “El pueblo contra …”. Es la ciudadanía quien ha sido ofendida en su paz social y es la ciudadanía quien castiga, y castiga para disuadir a posibles malhechores de posibles delitos, pero sobre todo para restaurar la paz y la cohesión social. Quien causa un daño retribuye a la sociedad por el mal que le ha hecho, y la función -al menos teórica- del castigo es didáctica: aprender a convivir y a tratar respetuosamente a los demás para reinsertarse en la sociedad.

Todo esto se conserva en la nueva mentalidad, pero la retribución a la sociedad por el daño que se causa se amplía con la compensación individual por el daño que se recibe. A la consigna “No se puede hacer daño y, si haces daño, lo pagas” parece sumarse esta otra: “No se puede recibir daño y, si recibes daño, cobras”. Al concepto de seguridad como protección se añade la seguridad entendida como indemnización, y es así como en la legalidad alcanza un papel estelar la figura de la víctima. Junto al responsable del dolor, las leyes se ocupan de la víctima, y en el tratamiento del daño figuran tanto la culpa como la compensación. El castigo a quien hace daño ha sido complementado en las leyes por la indemnización a quien lo padece.

Esta ampliación en la concepción y en las funciones de la justicia ha calado profundamente en la actualidad, de manera que en nuestro sentido de la inmunidad se ha producido otra vuelta de tuerca: más que el deber de no hacer daño, lo que parece importar sobre todo es el derecho a no sufrirlo y el derecho a compensación si se padece. No sufrir daño se ha convertido un derecho, y sufrirlo en un delito por el que alguien tiene que retribuirnos. Ya no ciframos la inmunidad en la cohesión social como garante de la seguridad ciudadana: sentirse seguro ha pasado a significar tener derecho a indemnización en caso de siniestro.

Esta mutación en la concepción de la inmunidad tiene sin duda sus virtudes y partió probablemente de buenas intenciones, pero ha desatado a los lobos ávidos de ganancia y a los niños ávidos de cuidados que al parecer llevamos dentro. Por ello, más que llevar a cabo un avance en la justicia social, lo que protagonizamos es una patología denominada victimismo. Interpretar todo daño como violación de un derecho es un delirio; es una alucinación creer que en la vida se viene a ganar siempre y toda pérdida es algo de lo que un tercero tiene que encargarse. Este delirio nos lleva a buscar responsables de todos los males que ocurren, y a que algunos piensen, por ejemplo, que a las víctimas de un sunami hay que ayudarlas pero también indemnizarlas, porque la ciencia tenía que haber previsto esa fatídica ola de la que tiene la culpa el cambio climático, del que a su vez tienen la culpa los sprays. Nos concebimos a nosotros mismos, cada vez más insistentemente, como víctimas de contrariedades que no merecemos y tienen un culpable, y exigimos que se nos compense de todo dolor que la vida nos depare. La victimización o victimismo es esa forma de verse a uno mismo y los derechos que se supone que ello conlleva, y no es un avance social sino una grave patología del individuo contemporáneo.

De padecer por voluntad de Dios y resignarnos, o padecer por la textura de la vida y encarar el dolor con estoica entereza, o de tratar de prevenir científicamente el daño y remediarlo, hemos pasado a que cualquier padecimiento es un delito que alguien comete contra uno. Ya no tenemos esperanza en el bien o posibilidad de bien sino derecho al bien, a la perpetua gracia, de modo que toda desgracia se ve como causada por la premeditación de alguien, o por negligencia de alguien que tenía que haber previsto la desdicha que nos aqueja y preservarnos de ella. Si, por ejemplo, hay agua derramada en las escaleras de unos almacenes, yo no la veo o no la considero peligrosa, resbalo, me caigo y me rompo una mano, tengo derecho a que me atiendan en un hospital y a la rehabilitación pertinente para restablecerme de la lesión; tengo derecho a cobrar lo mismo sin ir a trabajar porque estoy enferma; tengo derecho, si el accidente me ocurrió en vacaciones, a que el tiempo de enfermedad compute como baja laboral y no como período vacacional, y además tengo derecho a que los almacenes me indemnicen porque aquella agua no tenía que estar allí. Si el episodio transcurre en Estados Unidos, pongo además una denuncia por daños psicológicos, porque cuando resbalé blasfemé y ahora me siento fatal por haber blasfemado, y de que yo haya blasfemado también tienen la culpa los almacenes. En Estados Unidos, donde proliferan los juicios por dolor, hay casos peores: los asesinos denuncian a las cadenas de televisión por exponerles a películas violentas, los cancerosos demandan a las compañías tabaqueras por fabricar el tabaco que compran voluntariamente, los obesos demandan a Mc Donal´s, o los enfermos que no sanan denuncian al hospital, porque curarse de una enfermedad ha dejado de ser una posibilidad para convertirse en un derecho.

El problema no es que haya locos que esgriman estos argumentos, sino que hay abogados que se encargan de defenderlos y que importamos esta mentalidad como si fuera una conquista de la justicia y no una enfermedad social y una infantilización patológica de los individuos. Con este proceder, en el que cualquier dolor deviene motivo de pleito, el mundo jurídico se degrada, se convierte en un mercado donde no importa la verdad, la responsabilidad o la culpa sino el dinero. Así el Derecho se convierte en un instrumento de depredación y en un útil para la rapiña, y la ley deja de ser algo que ampara y se convierte en algo que amenaza, de manera que cada vez más gente actúa con la finalidad de no suscitar reclamaciones, en lugar de orientada por la meta de hacer lo que hace como cree que debe hacerlo.



Si alguien tiene que compensarnos por cada pequeña o gran adversidad, si no existe el destino ni la responsabilidad propia, si el ciudadano es un niño que debe ser llevado de la mano para cruzar todas las calles de la vida y el menor contratiempo significa que alguien no ha velado por él lo suficiente, lo que ocurre es que muchas desgracias y fracasos dejan de ser lo que realmente son, gages del oficio de vivir, y que en vez de buscar sentido a los males lo que hacemos es sacarles partido. Concebimos las penas en términos de beneficios, adoptamos una visión mercantilista de la desgracia y tratamos de extraer provecho de las miserias de la vida. De ahí que ser víctima de un daño tienda a pasar de ser un avatar eventual de la vida a una marca en la identidad de las personas: una condición; una condición que confiere ventajas y privilegios en forma de rentas por dolor o de un trato favorecedor por parte de la ley; una condición que todo el mundo persigue puesto que el sufrimiento es universal y la avidez también, y una condición que no solo se adquiere sino además se hereda, al igual que su complementaria, la condición de verdugo, en los individuos y en las colectividades. Porque también hay víctimas históricas y verdugos históricos.

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Como en los primeros tiempos del sida, cuando se hablaba de grupos de riesgo y no de conductas de riesgo, no vemos el hacer daño o sufrirlo como resultado de una conducta que cualquiera puede ejercer o padecer; lo que vemos son grupos que traen por nacimiento en su identidad la condición de víctima, actual o potencial, o la de verdugo, actual o potencial también.

En virtud de esta óptica está extendida la idea de que la relación histórica entre los sexos es una cuestión de buenos y malos, de víctima y culpable: mujeres desfavorecidas, ninguneadas, maltratadas, excluidas de la ciudadanía, reducidas al ámbito doméstico y a los papeles de esposa y madre, reprimidas sexualmente, ajenas a la libertad y obligadas a obedecer y someterse a unos varones históricamente privilegiados y dominadores porque sí podían decidir, gozaban de autonomía, transitaban los ambientes políticos y públicos, tenían libertad sexual, eran definidos como superiores por naturaleza y ejercían esa superioridad. Lo sucedido durante la división sexual que la especie venía utilizando para sobrevivir se lee como una injusticia cometida por los hombres contra las mujeres, y esa injusticia ha de ser reparada. Por repararla no se entiende establecer una igualdad efectiva y aplicarla a rajatabla en lo sucesivo, sino, en la lógica victimista de que quien ha recibido un daño debe ser compensado, lo que se entiende es establecer para las mujeres leyes específicas que las protejan con especial cuidado de males a que los varones están expuestos igualmente, o las favorezcan -las discriminen positivamente- a la hora de competir por puestos de poder o de trabajo que los varones también necesitan. Estos privilegios son derechos que una mujer actual adquiere en virtud de su biología y de su padecer histórico, y se complementan con el deber adquirido por los varones actuales, también en virtud de su biología y de su culpa histórica, de consentir en ser considerados a-priori bajo sospecha, en ser infraprotegidos o “negativamente” discriminados por determinadas leyes, y con el deber de no protestar por ello y no considerarse víctimas, como hace todo el mundo sin complejos, de la vida que histórica y actualmente les ha tocado.

Pues, aunque seguramente es cierto, colectivamente hablando, que las mujeres han llevado la peor parte en la historia de las relaciones entre los sexos, el papel histórico que los varones han desempeñado no estaba exento en absoluto de un sufrimiento que tampoco ellos elegían. Sumidos como estamos, por otro movimiento de péndulo, en la contemplación del ombligo femenino, no somos conscientes de aquello de lo que se ha librado una persona en el pasado, y no digamos en la actualidad, por el hecho de no haber nacido varón. Ser cargado por el destino con el papel de padre de familia, responsable de alimentar a mujeres y prole sin pestañear y sin llorar, no es ningún regalo de los hados y supone también una fuerte restricción de la libertad. La superioridad y los privilegios masculinos de siglos anteriores eran cadenas que oprimían a los hombres. El orden patriarcal era mutilador y restrictivo para las mujeres, desde luego, y también lo era para los hombres; por eso dice Fourier, reformador utópico, que la extensión a todos de los privilegios de las mujeres es el principio general del progreso, la meta de la historia y el termómetro que mide el avance social.

Fourier podía decir estas cosas siendo varón sin que le acribillaran porque vivió en el siglo XIX. Los hombres hoy no se permiten ni decírselas a sí mismos. Creen que han venido a este mundo con un pecado original por el que consienten, a regañadientes pero sin discutirla, con su condición heredada de verdugos, y padecen la alienación de tener una falsa conciencia de sí mismos escanciada por la ideología oficial. Muchos, para estar a la altura de los tiempos, abrazan fervientemente el discurso acerca de las “pobrecitas” mujeres, se apuntan al movimiento de saldar la deuda histórica contraída por nacimiento, acuden a manifestaciones con una chapa de “yo también soy maltratada” en la solapa y apoyan la discriminación positiva como una conquista social. Otros no ven nada claro el estar bajo sospecha, infraprotegidos legalmente o discriminados efectivamente, pero ante la avalancha ideológica al respecto han perdido la confianza en el propio razonamiento y prefieren callarse. Solo algunos se atreven a expresar públicamente que reciben daños y agresiones por parte de mujeres sin que la ley les ampare, o que están expuestos a las falsas denuncias por motivos pasionales a que la ley de violencia de género se presta; pero la opinión pública apenas les enfoca o les considera excepciones, y no se les concede espacio de protesta o de crítica más que en el registro del género basura.

Y es que la percepción de los asuntos humanos en términos de víctimas y verdugos da pie a que se eluda o se obvie el hecho de que las personas identificadas oficialmente como víctimas tienen también una inmensa capacidad para dañar, porque, como en el sida, no hay grupos de riesgo sino conductas de riesgo. Muchas mujeres maltratan sistemáticamente -como maltrataron en el pasado- a los hombres por medio de sus hijos, a los que de paso destrozan afectivamente por convertirlos en armas arrojadizas contra su padre, sin que ni ellas ni la sociedad en general tomen conciencia de que esta forma de actuar es una agresión contra los hombres, y no digamos contra los niños. Con esto de los buenos y los malos hereditarios e identitarios se pierde la conciencia objetiva de que en la guerra entre los sexos los dos han disparado y disparan a matar, cada cual con las armas que ha tenido y tiene a mano. Muchas mujeres han sido negadas y destruidas por hombres digamos desde siempre, y muchos hombres han sido negados y destruidos por mujeres desde siempre también, con mecanismos que no se estudian ni se enfocan y pasan desapercibidos.

La división de la sociedad en buenos y malos por esencia y por herencia tiene también como efecto que se inviertan las tornas a la hora de contar la historia hasta perder la sensatez. Una cosa es la encomiable, necesaria y apasionante labor de los historiadores para llenar los huecos de la historia y hacer visible el pasado de quienes en su momento no fueron considerados dignos de crónica, y otra cosa es proyectar en el pasado los valores de la actualidad, introducirlos en la crónica y decir, por ejemplo, que Aristóteles era machista. Describir de este modo el pasado o insistir hasta la náusea, cada vez que se alude a un episodio histórico, que las mujeres no tenían cabida en él, es un anacronismo del mismo tipo que echar en falta el reloj de pulsera en los senadores romanos o resaltar que los caballeros del rey Arturo no iban en avión. Por este camino se ha reescrito la historia dando enorme relevancia al hecho de que Cristóbal Colón fuera blanco, desacreditando a Dante o Shakespeare por imperialistas, o desechando la literatura universal por machista, o se han instituido en Estados Unidos estudios femeninos para las mujeres, afroamericanos para los negros, judaicos para los judíos y, ya puestos, masculinos para los hombres. Tal proceder es en realidad segregar a la gente, invitar a cada cual a permanecer entre los suyos y a oponerse a los otros, percibidos como contrarios y amenazadores, y propiciar comunidades llenas de llagas donde no se puede tocar sin herir. El espacio social, poblado por ofendidos de origen y responsables de esas ofensas también de origen, se convierte en un terreno minado donde la ciudadanía cría una sensibilidad neurótica, algo no solo sumamente incómodo sino además contraproducente para la cohesión social y la igualdad, que es en definitiva lo que se supone que se pretende.

El victimismo, en sus dos papeles de ofendido y culpable, es una enfermedad que no repara nada sino añade un daño nuevo a los anteriores. Reparar el daño producido por la desigualdad y la exclusión históricas y actuales es referenciarse y posicionarse hoy, de manera absoluta y tajante, en la inclusión y en la igualdad. Si no, mientras atendemos daños y perjuicios históricos por exclusión y desigualdad, lo que hacemos es dañar con nuevas exclusiones y desigualdades a gente que no es responsable de lo que hicieron sus abuelos, gente candidata a adquirir en el futuro la condición de víctima a compensar por la venganza soterrada que se ejerció contra ella. Y sucede además que de tanto poner la cabeza en compensar nos olvidamos de igualar, y que las leyes que tenemos y nos definen como iguales no se cumplen sin que a nadie parezca importarle. Por eso, mientras hacemos leyes que discriminan positivamente a las mujeres se les sigue pagando impunemente menos que a los hombres por hacer el mismo trabajo, sin que este hecho resulte inadmisible a la sensibilidad ciudadana y sin que salgan multitudes a la calle diciendo ¡Basta ya!.

No hay justicia histórica; toda justicia histórica genera injusticia actual; nada de lo acaecido se puede reparar ni compensar sin daños a terceros. Lo que sí podemos hacer eficazmente en pro de la justicia para reparar los males del pasado es no identificar a nadie como bueno o malo más que a causa de su proceder actual, y aplicar con rotundidad el principio de que la ley está por encima de todos los ciudadanos, sin excepciones, y de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. De otro modo, seguiremos indemnizando a los presos políticos y sociales del fascismo, bautizados como víctimas de la transición, mientras seguimos torturando en comisarías y cárceles a los presos de la democracia. Porque además de víctimas sexuales tenemos víctimas políticas.

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Las víctimas políticas por excelencia son las víctimas del terrorismo, y se entiende por tales tanto aquellas personas que han sufrido un atentado como aquellas otras que han perdido seres queridos por esta causa, que cobran según el grado de parentesco -que mide administrativamente la cantidad de dolor- con los seres perdidos. Estas personas, aquejadas por el dolor más espantoso que pueda deparar a alguien la vida, no se diferencian de otras que pierden a los suyos por enfermedades, accidentes, terremotos o por cualquier otra tragedia. El Estado confiere a las primeras y no a las segundas la condición de víctimas con derecho a renta en la lógica, supongo, de que se considera responsable de estos daños: un atentado es una cuestión política que el Estado debe prevenir y evitar y, si no lo consigue, debe compensar a quien lo padece porque su obligación era que no se produjera.

Pero un atentado terrorista, según se define políticamente, es un asesinato, y por eso está terminantemente prohibido so pena de sacrilegio dialogar con los terroristas, considerados asesinos comunes. Por tanto, los muertos por terrorismo no se diferencian en nada de los que pierden la vida debido a otro tipo de delincuencia, y no se entiende bien, con todos mis respetos, por qué se compensa a quienes los pierden. Es cierto que el Estado dispone de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, pero por esa lógica, puesto que hay Policía, el Estado debe compensar a los ciudadanos cada vez que les roban.

El terrorismo es una de las catástrofes que puede afectar a una persona de estos tiempos en cualquier parte del mundo, y los Estados, aparte de castigar a los culpables cuando los encuentran, no pueden prevenir atentados más que hasta donde pueden. El Estado no es un todopoderoso ángel de la guarda que sobrevuela nuestras vidas deshaciendo huracanes o aquietando terremotos para proteger a los ciudadanos; es solo el instrumento con el que nos resguardamos de agresiones en la medida de lo posible, porque las agresiones están catalogadas como delitos y se castigan. El Estado no es un ente culpable de todos los males que padecen los ciudadanos, ni está obligado a compensar a los damnificados de cualquier desastre como si fuera el responsable; otra cosa es que los ciudadanos se ayuden unos a otros en caso de catástrofe por solidaridad. Sin embargo, en el victimismo galopante que padecemos, el Estado aparece ante los ojos de los más como el responsable directo de todas las aflicciones, y se le exige que compense de los daños tanto como se le alucina una capacidad ilimitada para preservarnos de ellos.

En cuestiones políticas, el Estado es responsable de los atentados que perpetra en la sombra -el terrorismo de Estado- o al sol, como la muerte de un joven brasileño en el metro de Londres o de un costarricense en el aeropuerto de Miami, contra los que se disparó a matar por manifestar una conducta sospechosa de terrorismo, o del avión presuntamente derribado por orden del Pentágono el 11 de Septiembre de 2001. En estos y otros casos el Estado es responsable, es decir, los responsables son personas determinadas que ocupan cargos determinados, toman determinadas decisiones y dan determinadas órdenes que otras personas determinadas deciden ejecutar, y esas personas deben dimitir -cosa que generalmente no hacen- y someterse a las instituciones judiciales por su temeridad, por su imprudencia, por su negligencia o por lo que quiera que por su causa ocasionara el daño. Si es por responsabilidad, es más lógico -si esa lógica fuera posible- que el Estado estadounidense indemnizara a los iraquíes por los daños recibidos en una guerra que ellos no provocaron, que indemnizar a los familiares de los fallecidos el 11 de Septiembre.

De todas formas y manteniendo lo dicho, convertir en compensable el perder seres queridos en atentados obedece a motivos políticos, y estos motivos consisten en que algunas desgracias, no otras, son políticamente rentables en el mercado de votos en que ha degenerado la democracia representativa., por ejemplo compensar a los presos políticos y sociales del franquismo, a las llamadas víctimas de la transición, también con todos mis respetos. Fue el Estado franquista, no éste, el responsable de aquellas desgracias, y solo el Estado franquista -si no fuera de nuevo un contrasentido- estaría obligado a indemnizar a aquellos presos y a rendir cuentas por ese sufrimiento. En aras de este tipo de justicia todos los Estados democráticos debieran haber exigido, cosa que no hicieron, que Pinochet respondiera ante el mundo de sus actos y pagara por ellos, no que cobren los familiares de los desaparecidos. Los presos políticos del franquismo fueron luchadores gracias a los cuales hoy disfrutamos de una sociedad mejor, y les debemos mucho: les debemos reconocimiento, les debemos admiración, respeto y agradecimiento, y les debemos homenajes: pero porque son héroes, no porque son víctimas. Aunque lo hagamos continuamente, es impropio homenajear a las víctimas. Un homenaje es una demostración de admiración y respeto hacia quien ha hecho algo digno de reconocimiento, y las víctimas lo son no por lo que hicieron sino por lo que se hizo con ellas; una víctima no hace, padece, recibe un mal involuntaria e injustamente, y por lo tanto los conceptos de homenaje y de víctima no son compatibles. Una víctima no suscita admiración, suscita compasión. No hay víctimas de la transición, sino gente que luchó libremente por lo que quería y por aquello en lo que creía; hay héroes a los que premiar con todo el dinero público que se decida, pero no víctimas a las que compensar. Víctimas que no hicieron sino padecieron son las generaciones obreras que ardieron como leña para el capital, gracias a las cuales consumimos hoy en Mercadona.

En cuanto a los presos sociales, padecieron -como tantos antes y después de la transición- no por lo que hicieron sino por lo que eran, y compensarles, no a ellos, sino compensar eso, es hacer leyes por las cuales en adelante un homosexual sea socialmente invulnerable en cuanto tal y la libertad sexual sea incuestionable. Reparar el daño social es hacer y mantener una sociedad donde este tipo de dolores no vuelva a producirse; pero, si el sufrimiento da derecho a renta, pronto las mujeres vírgenes de entonces, y las que abortaron en una mesa de cocina porque un hijo las hubiera estigmatizado, o, ya puestos, los hombres que enfermaron de sífilis en prostíbulos porque sus novias no querían sexo, y todos aquellos que se llevaron disgustos por los valores y las leyes que entonces imperaban, aunque no fueran a la cárcel, se apuntarán en próximos registros de víctimas con derecho a cobrar. Mejor haríamos en instituir un subsidio por daños a la hora de nacer, y que cada cual vaya sacando conforme vaya sufriendo.

El victimismo es un martirologio que, centrando la atención social en compensar a quienes han sufrido o sufren, olvida que la justicia consiste en construir una sociedad donde determinados sufrimientos no quepan. Y esa sociedad no es algo que se nos debe y que algún ente superior debe proporcionarnos, sino algo que tenemos que construir con dedicación, esfuerzo y sufrimiento, porque a pesar del infantilismo de reyes magos y de la blandenguería en que nos hemos instalado, nadie va a eliminar el axioma de que en la vida conseguir cosas cuesta. Los explotados y dominados del mundo que han conseguido dejar de serlo, lo han conseguido por convertir su queja y su desgracia en motivo de lucha contra un sistema que les oprimía. El victimismo sustituye el concepto de lucha por el de indemnización, con lo cual muere la dimensión política y se exacerba la dimensión judicial en nuestras sociedades. Al convertir la adversidad en motivo para cobrar dejamos intacto el sistema que la procura, o esta democracia corrupta donde la principal tarea de los representantes es cazar votos y desacreditar al contrario, y la principal tarea de los representados es lamentarse y exigir indemnizaciones y derechos mientras eluden los deberes siempre que pueden. Que la desgracia es política no significa que el Estado deba ser un escanciador de bálsamos; significa salir del propio ombligo y del adormecimiento cívico que nos aqueja; significa ser autónomo, responsable, soberano, reformador, y retomar la mayoría de edad ilustrada de la que hemos abdicado en aras del afán de asistencia y la exigencia de protección. Es una retórica de lucha política, no la retórica victimista que exhibe llagas y reclama muletas o bajas por enfermedad, lo que permite gestionar nuestras penas de una manera adulta, único medio de poder superarlas.

Compensar a la clase obrera es que no haya ya clase obrera, no que unos cobren por lo que les tocó mientras hacemos nuevos esclavos, a los que próximamente homenajearemos, en el lenguaje políticamente correcto al uso, como personas procedentes de otras tierras que fueron víctimas de las pateras. Compensar socialmente los males del trabajo no es cobrar el paro ni convertir el malestar laboral en una enfermedad. Compensar socialmente los males del trabajo consiste en establecer un orden laboral donde se reparta entre todos el trabajo, el tiempo libre y la riqueza caigan los ricos que caigan, no en aumentar los horarios laborales, las bolsas de paro, el sueldo de los parados o el número de síndromes por los que una persona que trabaja a disgusto tiene derecho a quedarse en casa cobrando por obra de un certificado médico. De este modo la gente gestiona sus bajas, se “las coge” como se cogen vacaciones mientras el sistema económico, que es la raíz de sus males, campa por sus fueros porque no es algo a transformar en pro del bien de todos sino algo por lo que nos tienen que indemnizar.

Compensar las desigualdades ante la educación es educar efectivamente a todo el mundo poniendo los medios necesarios para ello sean lo caros que sean, no eliminar el cero porque atenta contra la autoestima, pasar de curso por edad porque en caso contrario se cometería discriminación, o poner en la misma aula a quien no sabe sumar y a quien sabe multiplicar como en las escuelas unitarias que habían pasado a la historia. Lo verdaderamente discriminatorio es que llegue a titular gente semianalfabeta: “Que los campesinos no entienden a Platón -decía Antonio Machado-, eso lo dicen los señoritos”.

Compensar la emigración ilegal no es hacer proliferar centros de acogida con su parafernalia de soldados, policías, médicos, abogados y trabajadores sociales en una lógica “humanitaria”, al uso como la victimista, que es en realidad una hipocresía. Compensar la afluencia de pobres a los países ricos es distribuir la riqueza en el mundo y, a corto plazo, no permitir que el capital satisfaga su demanda de mano de obra barata ni tolerar el trabajo en condiciones que se había superado tras la revolución industrial. Compensar la emigración ilegal es comprender que si no llegan pateras a Haití ni hace falta blindar el estrecho de Panamá ni alambrar Brasil, es porque los pobres acuden allí donde los llama el capital y allí donde los bien establecidos los necesitan para que atiendan a sus ancianos, se ocupen de sus niños, cultiven los ingredientes de su ensalada, se la sirvan en los restaurantes, pongan el cemento y los ladrillos de su casa y luego se la limpien, además de para que den de comer a los europeos de pura cepa, que han dejado de reproducirse, cuando dentro de cincuenta años se encuentren con una población del setenta por ciento de ancianos incapaces de trabajar. Compensar a las víctimas de las pateras, que tampoco son víctimas puesto que vienen porque quieren, es hacer planes de desarrollo del Tercer Mundo, abrir fronteras y obligar a cumplir tajantemente, para todos sin excepción, las leyes que rigen los salarios y el pago de impuestos en el interior de cada país, sin acoger y sin explotar a nadie.

Compensar la desigualdad social es dejarse de identidades y empezar a ocuparse de vecindades como la principal cuestión política, comprender que el “nosotros” ciudadano ya no se refiere a gente unida por lazos de raza, lengua, cultura o religión ni es cuestión de que vote por correo el gallego instalado en Buenos Aires. A pesar de la heterogeneidad del personal que habita las ciudades, no ha cambiado de hecho el concepto de lo que es un francés, un alemán o un catalán. Debemos comprender que el destino de la identidad, como antaño el de la religión, es convertirse en una cuestión privada. Antes Europa tenía fronteras marcadas por la religión; la religión era una cuestión política relacionada con el territorio, hasta el punto de que la gente se convertía del catolicismo al protestantismo y viceversa, a la manera de un cambio de pasaporte, por cuestiones de comodidad administrativa y cívica. Luego la religión dejó de ser relevante como variable a la hora de pertenecer a una ciudadanía y forma parte de la vida privada de la gente en sociedades de múltiples creencias, sin que las relaciones cívicas se hayan resentido por ello sino todo lo contrario. Eso sería lo mejor que puede ocurrirle a la identidad -que ahora es motivo de segregación social- en el curso de estos tiempos de movilidad humana y mezcla. Por eso los nacionalismos son reactivos, y los supuestos derechos históricos de determinadas comunidades víctimas de perderlos están trasnochados aunque ocupen el primer plano de la vida política. Otra cosa es que una comunidad quiera segregarse y constituir su propio Estado buscando una mejor administración o autogobierno de sus componentes, pero no son argumentos de este tipo los que esgrimen quienes buscan la secesión.

Lo que hoy está en relación con el territorio no es la identidad, es la covecindad, y lo que da seguridad a los vecinos es la cohesión social. La cohesión social no se cifra en el culto que rinda cada uno, ni en la raza que tenga ni en su lengua materna ni en los libros que lea o en la televisión que vea: la cohesión social viene dada por un nivel de vida similar, único requisito imprescindible para que los ciudadanos no se enfrenten por el desprecio de los unos y la envidia de los otros. Lo que hoy liga a una persona con un territorio es la supervivencia, no la identidad. Se puede, pongamos por caso, residir en París y vivir en egipcio, o viceversa, residir en el Cairo y vivir en francés. A pesar de que por inercia creamos lo contrario, ya no hay pueblo a la vieja usanza sino otro tipo de ciudadanía. Y aunque los pueblos que se reclaman víctimas de la injusticia histórica tengan mucho futuro por delante, los pueblos mismos, sujetos colectivos con identidad cultural que conviven en un territorio, han dejado de tener realidad.

El victimismo es un mal social, y no solo por la discriminación que genera: aunque todo el mundo cobrara por sufrir, la miseria espiritual sería idéntica. El dolor es un ingrediente ineludible de la vida aunque, por otro movimiento de péndulo similar al de los deberes, después de siglos de resignarnos al dolor pretendamos ahora que la vida es únicamente bienestar. Desde este sueño infantil nos ponemos en manos de abogados, médicos y todo tipo de intercesores que nos preserven de cualquier aflicción, e interpretamos los males como fallos que algún experto es capaz de eliminar, contrarrestar, paliar, retribuir o compensar. De este modo la ética y la responsabilidad caen en desuso, el dolor se exhibe pero no se aprende de él, y se ignora que en la condición humana, no en la condición de víctima, es donde reside el sufrimiento.

El dolor debe ser entendido, no solo eliminado; nos informa de cosas que van mal e invita a un tratamiento ético y político del sufrimiento. Judicalizar y medicalizar las dificultades, eliminar todos los malestares con compensaciones económicas o píldoras, o promocionar los tranquilizantes y los antidepresivos como remedio universal mata el espíritu de resistencia y de lucha por la vida. Ir al médico por no dormir o por estar triste es descartar la introspección, no atender a lo que nos ocurre interiormente para cambiarlo, no ir a la raíz de los problemas sino buscar muletas que nos constituyen como inválidos. El individuo, que creció históricamente por reclamarse dueño de sí mismo y por imaginarse como ciudadano que se autogobierna, es hoy, por obra de la conciencia victimista, alguien que se lamenta y pide ayuda mientras ignora que no es lo mismo huir del dolor que vivir la alegría, no es lo mismo resguardarse de la enfermedad que tener salud, no es lo mismo querer no morir que vivir plenamente, ni es lo mismo estar sedado que estar sereno.

La conciencia victimista procura recriminación, reproche y un mundo de verdugos y víctimas; olvida la igualdad en aras de un trato preferente y segregador; instala en el martirio, el odio, la fealdad, la hostilidad y la desconfianza, y escancia una codificación neurótica, maniática, de las relaciones humanas. No es una forma de avanzar ni de liberarse, es un modo de anclarse en los males, perpetuarlos y, si cabe, agravarlos. Algo, por tanto, políticamente muy incorrecto en el sentido clásico de la expresión.

Ponencia pronunciada por su autora Rosario Miranda durante las VI Jornadas El Arte de Pensar organizadas por AICAV con la colaboración de espacioGuía, Asociación ProNorte y Excmo. Ayuntamiento de Santa María de Guía.
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De entrada recordar que en el presupuesto de Cultura: "El apartado de los creadores, con 262,5 millones de euros (un 12,9% más que en 2007) se desglosa en: Cine (12%). Contará con 104,8 millones, de los que 85 millones están destinados al Fondo de Protección a la Cinematografía (18 millones más que en 2007, que se invertirán en la puesta en marcha de la nueva Ley del Cine). Molina se refirió también al Centro de Artes Visuales, que espera funcione en tres años y que tendrá un coste aproximado de 4 millones de euros, frente a los 20 millones que costará el Centro de Conservación de la Filmoteca. Teatro, música y danza(18%). El teatro contará con 46,9 millones; y la danza y la música, con110,4 millones. Se incluye, por primera vez ,una dotación de 3,5 millones para fomentar la creación de espacios escénicos de nueva generación por las empresas teatrales.
"Pues bién, si en el presupuesto a los artístas visuales se nos ignora completamente, en cambio en la entrevista de hoy en Rne1 el Ministro de Cultura sí se acordaba de nosotros.
Transcribo, min. 49.14', cuando se lepregunta sobre los derechos de autor: "La cultura es un elemento espiritual (...) y es una industria. De esa industria viven muchos, miles y miles de personas y sobre todo los creadores. Si a los creadores les sacamos sus medios de subsistencia pues nos quedaremos sin futuro (...) Hay que tener presente algo fundamental:
La música la hace alguien, los libros los escribe alguien, los cuadros los pinta alguien, el teatro lo hace alguien, las películas, los guiones (...) Alguien hace todo esto y ese alguien debe de vivir como un arquitecto que vive de sus edificios o un médico de curar a la gente y etc. etc. "Sin comentarios".
La entrevista completa en:
Saludos cordiales, Rafel Bestard AAVIB
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Prácticas colaborativasA partir de ”Taking the Matter into Common Hands”, Black Dog Publishing

MARTI MANEN
Grupos de trabajo, prácticas colaborativas, colectivos, proyectos participativos… El contexto del arte contemporáneo observa como la superación de las individualidades vuelve a estar en boga. No se trata simplemente de artistas agrupándose para firmar obras conjuntamente, sino que muchas de las dinámicas se dirigen hacia lo colaborativo, lo líquido, lo permeable. Los artistas trabajan como organizadores invitando al público a definir el espacio artístico, los comisarios convierten el diálogo en la base de su trabajo, la red modifica la capacidad de actuación de los usuarios, y las instituciones necesitan ser más permeables si quieren representar o actuar en un contexto específico. La situación político-económica global conlleva una situación de trabajo flexible e inestable, y el hecho de agruparse puede llegar a ser casi un acto reflejo de defensa. Al mismo tiempo, es inegable que trabajar colaborativamente puede ser divertido: Adiós a la soledad, bienvenidas las discusiones sobre lo que nos gusta, incluyamos otros puntos de vista distintos al nuestro. No está de más apuntar otro elemento que tiene importancia al hablar del trabajo colaborativo: el papel que juega el propio contexto y las instituciones. Un colectivo tendrá más voces para defenderse o situarse en la jungla del arte contemporáneo, pero además el colectivo puede ser bien visto desde un marco de instituciones que observa como su economía está en peligro. Por el mismo dinero, una institución puede tener trabajando a una persona o a un colectivo, o sea, un equipo de trabajo. Dos, tres, cuatro o los que sean por el precio de uno. Una buena oferta. Evidentemente, el trabajo en colaboración en arte contemporáneo no es algo nuevo. Podríamos hacer un repaso desde Dadá hasta la Internacional Situacionista pasando por Fluxus, podríamos hablar de la acción vienesa o de los happenings americanos, de Warhol con Basquiat y Clemente o también de la videodanza, pero sí que parece claro que algo ha cambiado. Posiblemente lo que ha cambiado es el entorno. Como apunta Marion von Osten, el trabajador cultural pasa por lo mismo que cualquier trabajador flexible de la rama que sea, o como comenta Alex Foti, los “Brainworkers” no están tan lejos de los “Chainworkers”. Ambos, von Osten y Foti, están presentes en “Taking the Matter into Common Hands”, publicación que nace del simposio con el mismo nombre organizado por Johanna Billing, Maria Lind y Lars Nilsson en Iaspis el otoño del 2005. Editado por Black Dog Publishing, no pretende ser un compendio exhaustivo de lo que significa el trabajo colectivo, en colaboración o común, pero sí que aparecen la mayoría de temas de debate que genera este modo operativo desde un posicionamiento de actualidad. En un repaso entre teórico y práctico, Maria Lind comenta lo que supone el networking neo-liberal después del mayo del 68, apuntando también el peligro de llegar al “consenso hacia el centro” (vía Chantal Mouffe) cuando a lo mejor son más interesantes las diferencias que los acuerdos. Brian Holmes habla del paso desde las “microfísicas del poder” de Foucault hacia las “micropolíticas del deseo” de Guattari, apostando por una implicación política desde el arte que también podemos observar en la entrevista con Alex Foti y su necesidad de crear nuevas respuestas para un contexto nuevo. El libro incorpora múltiples ejemplos de trabajo colaborativo, tanto entre artistas como comisarios, así como el de otros agentes creativos. Equipos de diseño (Åbäke), grupos interesados en arquitectura (School of missing studies) también expresan sus opiniones en esta publicación. Se echa de menos una mirada crítica hacia la institución o un posicionamiento desde ésta, obviándose que será la institución quien marcará muchas de las relaciones laborales que definirán a los grupos de trabajo colaborativo, así como también su grado de profesionalización. Y frente las dudas, los deseos, la relación con el contexto y las dificultades que implica trabajar colaborativamente destacar el punto de vista casi irónico de Tirdad Zolghadr hablando de Shahrzad, colectivo que no pretende ser unitario y que simplemente es un grupo de amigos que, de un modo inteligente juegan con el Status Quo y con ellos mismos mediante la publicación independiente con la que trabajan juntos.

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